Historia(s) I
Ella
estaba a punto de llegar a la estación.
No parecían existir muchos problemas, a pesar de ser un invierno
extraño. Contemplaba la ciudad una vez
más después de tanto tiempo, las cosas se veían igual pero se sentían
distintas. El bus se detuvo, había
llegado. Tomó sus maletas y ese pequeño
bolso que llevaba consigo siempre. Tocó tierra pisando e inhalando fuerte.
Él
arreglaba su cosas, ordenó unos cuantos libros que había revisado durante la
mañana con nostalgia. El cielo lucía
como el whiskey que descansaba sobre su mesa.
Tomó asiento, ese viejo sillón que lo había acompañado todos estos
años. Silvia, la joven que lo ayudaba le
preguntó si necesitaba algo, negó con la mano y pidió privacidad.
Ella
estaba emocionada. Una sonrisa se
escapaba al observar las aves, aquellas que ya parecían manchas debido a la
distancia. Finalmente notó los viejos
pinos, permanecían más estáticos de lo que lucían en su mente. Entregó las monedas al taxista y se detuvo a
contemplar la casa una vez más. Un
último respiro en honor a la memoria y continuó.
Él
le daba un golpecito a la jeringa. La
aguja se abría paso y los colores empezaban a fluir creando dinámicos matices
de fractales intermitentes. Su cuerpo de
pronto se sentía ligero, muy ligero. Era
un intento de escape pero no logró más que volver a cada uno de esos momentos y
revivirlos con más fuerza que nunca. Un
par de lágrimas cayeron, el cielo ahora, lucía igual que el cenicero.
Ella
llamó a la puerta. Silvia la recibió con
un “buenas noches” y un cortés interrogante, hasta que claro, la
reconoció. La acompañó por el pasillo. Se pusieron al día, siguiendo el protocolo.
Silvia se detuvo señalando la gran puerta, para luego asentir y
retirarse. Ella repasó las noticias en
su mente y se acercó a la manija. Ella
escuchó un fuerte ruido.
Él
había empezado a sentir cómo sus piernas se entumecían. Había intentado incorporarse cuando perdió el
control. Se había caído. Escuchó el sonido del cerrojo y vio cómo la
puerta se abría. Silvia venía a su
rescate. Oscureció. Las manos de una mujer lo ayudaban a
acomodarse al despertar, se encontraba ya en su cama.
Él
intentó ocultar sus sentimientos a pesar de que éstos terminaron emergiendo;
por supuesto sin ningún adorno.
Compartió con Silvia la razón de su pena, cómo a lo largo de su vida
lamentaba una sola cosa. Haber visto de
lejos a la mujer que amaba, cómo trató de acercarla sin ofrecer su
corazón. Cómo desfallecía al verla
radiante el día de su boda.
Ella
sostuvo las manos juntas sobre el pecho.
Permanecía sentada en silencio. Las
presionaba sobre el corazón intentando tal vez contener todo lo que sentía en
ese momento. De inmediato los sucesos
volvieron a su mente, los revisaba, los revivía, los sentía de manera distinta
sin dejar de prestar atención a cada palabra que oía.
Él
continuó con la historia, manifestando finalmente el deseo tan grande que tenía
de volver a verla, de sentirla, de no dejarla ir. Balbuceaba a un punto inaudible. Se puso de pie de manera torpe, pidió a
Silvia encender el estéreo en la canción número 11[1]. Sin que ella respondiera si quiera, la invitó
a bailar asegurando que la vida pasaba muy rápido. Tomó sus manos acercándola sin prestarle
mucha atención.
Ella
se sentía muy feliz, esta felicidad nueva logró dispersar toda esa confusa
mezcla de sensaciones encontradas. La
música sonaba aún más exquisita esta vez.
Pero más que eso, disfrutaba escuchar las palabras de aquel hombre. Se detuvo y lo miró esperando que así él lo hiciera.
Notó que la había reconocido. Compartiendo
la misma sonrisa exclamó “No soy Silvia”.
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